Los sueños suelen podrían ser premoniciones. En verdad puede ser una película que por el azar nuestra mente coloca en cartelera. O un corto sin culminar con tantas incoherencias coloridas como personajes conocidos e irreconocibles a la vez. Las acuarelas difusas mezclan lunas menguantes con atardeceres sinuosos que no recuerdo bien. La memoria es frágil, débil y zamarra a conveniencia. Enumerar días verdes y tardes grises marmoteadas por los ojos de lo que fue parece una constante absurda ahora que me voy. No importa el humo de la chimenea donde el futuro se traduce en cenizas.
Ayer me vi más feliz que nunca, recibiendo a un puñado de amigos para despdirme de ellos. Sin saber cuán poco les importe, decidí invitarlos. Dos meses es muy poco tiempo para tener la certeza de verlos antes del suceso. Con algunos me imaginé viejo, barrigón y barbudo compartiendo un buen vodka como en los último años del colegio en la casa de Pueblo Libre. Ya me alcanzarán luego en algún lugar, aquel que encuentre. Otros, no sé si les interese venir pero por fortuna llegaron. Son seis, si mal no recuerdo. Casi todos menores que yo, salvo la de carácter más compulsivo. Sin embargo la quiero harto. Claro, nunca los veo, pero igual, supongo reiríamos mucho, y beberíamos como algún día pasó. Más al fondo, en los muebles recién comprados, encontraría a la chica que siempre me insistió que escriba, actue, y deje el derecho de lado. No me sorprendería que continúe con su pedido, y yo con la misma maricona respuesta de hacerlo luego de graduarme y que me digan doctor. Mirando con detenimiento por su mínima estatura está mi compañera del viaje fiasco que hice buscando evadir Lima porque el divorcio con esta ciudad ya era un hecho. Nos soportamos tres meses, nos apoyamos desde antes y ahora que pienso viajar más lejos y sin retorno alguno, es bueno que lo sepa.
Nadie tiene idea, de porqué están aquí. Yo menos, hace mucho tiempo no sé que demonios hago aquí. Cierro la puerta, pero aun así una abeja que dista mucho de ser molesta, ingresa a la casa. Se frena y se coloca en mi hombro. Un puñado más de gente llena la casa. No distingo tan bien quienes, mi memoria solo evoca momentos. Unos beben vodka y rompen un vaso para no quebrar una tradición, otros usan vasos de cartón para calentarse con tequila. Yo he de beber de todo un poco, a sabiendas, que es un suicidio, igual hay que ir ensayándolo. A los 40, ya es fácil admitir que perdí las ganas de jugar. Nadie comprende a qué juego me refiero. Yo tampoco, porque nunca entendí el juego y lo jugué mal. Llegó el momento de cerrar no la puerta de la casa, sino, mi puerta.
Ayer me vi más feliz que nunca, recibiendo a un puñado de amigos para despdirme de ellos. Sin saber cuán poco les importe, decidí invitarlos. Dos meses es muy poco tiempo para tener la certeza de verlos antes del suceso. Con algunos me imaginé viejo, barrigón y barbudo compartiendo un buen vodka como en los último años del colegio en la casa de Pueblo Libre. Ya me alcanzarán luego en algún lugar, aquel que encuentre. Otros, no sé si les interese venir pero por fortuna llegaron. Son seis, si mal no recuerdo. Casi todos menores que yo, salvo la de carácter más compulsivo. Sin embargo la quiero harto. Claro, nunca los veo, pero igual, supongo reiríamos mucho, y beberíamos como algún día pasó. Más al fondo, en los muebles recién comprados, encontraría a la chica que siempre me insistió que escriba, actue, y deje el derecho de lado. No me sorprendería que continúe con su pedido, y yo con la misma maricona respuesta de hacerlo luego de graduarme y que me digan doctor. Mirando con detenimiento por su mínima estatura está mi compañera del viaje fiasco que hice buscando evadir Lima porque el divorcio con esta ciudad ya era un hecho. Nos soportamos tres meses, nos apoyamos desde antes y ahora que pienso viajar más lejos y sin retorno alguno, es bueno que lo sepa.
Nadie tiene idea, de porqué están aquí. Yo menos, hace mucho tiempo no sé que demonios hago aquí. Cierro la puerta, pero aun así una abeja que dista mucho de ser molesta, ingresa a la casa. Se frena y se coloca en mi hombro. Un puñado más de gente llena la casa. No distingo tan bien quienes, mi memoria solo evoca momentos. Unos beben vodka y rompen un vaso para no quebrar una tradición, otros usan vasos de cartón para calentarse con tequila. Yo he de beber de todo un poco, a sabiendas, que es un suicidio, igual hay que ir ensayándolo. A los 40, ya es fácil admitir que perdí las ganas de jugar. Nadie comprende a qué juego me refiero. Yo tampoco, porque nunca entendí el juego y lo jugué mal. Llegó el momento de cerrar no la puerta de la casa, sino, mi puerta.
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Caminando de la mano de nadie
agotando la paciencia del viento
fumando en el balcón
sin que los Lucky´s me callen
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